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El perfil misterioso del confeso violador y criminal

Javier Floresjavier.flores @listindiario.com Santo Domingo, RD

 “Nada más basta con en­trar a la casa de ese sujeto para darte cuenta de que ese tipo es un maniático”, exclamó Luis Manuel, uno de los residentes en el sec­tor Ensanche Isabelita II, sobre el lugar en donde re­sidía Santos, asesino con­feso de la niña de tan so­lo nueve años de edad, Liz María.

La exclamación de Luis Manuel, a pesar de ser di­cha con la rabia y la indig­ nación que aún predominan entre los moradores del sec­tor, no está lejos de la reali­dad. La morada en donde “el panadero” pasaba las no­ches no estaba distante a lo que sería un cuento de te­rror para niños.

Santos residía en una pe­queña casa, localizada en el patio de un local donde fun­ciona una imprenta. Techa­da con cinc, el lugar se en­cuentra en la calle 10 del referido sector, a solo dos es­quinas de distancia de don­de residía Liz María junto a sus familiares.

Dentro de la casa de “El panadero” solo había un pequeño colchón con unas pocas camisas tendidas jus­to encima, sin ningún otro espacio delimitado que se pueda identificar, ya que el baño (una pequeña letrina) está fuera y el hedor que de allí emanaba era insoporta­ble para los miembros de la prensa que procuraban tes­timonios e imágenes.

La electricidad de la casa es suministrada a través de una extensión eléctrica que llega desde la imprenta, de la cual solo se conecta­ba una bombilla en medio de vivienda para iluminarla completa.

En el piso se podían ob­servar varios artículos in­fantiles, como un libro de cuentos, un control de vide­ojuegos y varios juguetes y figuras de acción.

Búsqueda

Tan extraña como su resi­dencia era la conducta de “El panadero”. Según cuen­tan los residentes del ensan­che Isabelita II, tiene alrede­dor de quince años viviendo en la zona y pocas veces compartía palabras con sus vecinos.

Estos relatan que el vio­lador y asesino confeso de la niña acostumbraba a vender pan a tempranas horas de la mañana, de allí el apodo, pero fuera de allí su interacción con veci­nos del sector era práctica­mente nula, hasta que co­menzó a comer en la mesa de la familia de Liz.

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